Me encanta Madrid, me llena de vitalidad y de energía. Me encanta pasear por sus atiborradas calles, deambular por sus barrios castizos, perderme para volver a encontrarme.
Me encanta el metro: tan rápido, tan cómodo y tan versátil.
Me encanta la capital: tan enérgica, con tanta personalidad y tanto carácter.
Los cuatro años que viví en la villa dieron para mucho:
- Hice botellón en Malasaña.
- Salí del Ocho y Medio a la Sala Sol y de la Sala Sol a las ocho y media.
- Disfruté como nadie de la música española del Cien por Cien, en aquel local diminuto y siempre concurrido.
- Bailé con las carrozas del orgullo gay en Chueca.
- Aspiré el olor a calamares del Madrid de los Austrias, con su impresionante Palacio Real y su emblemática Plaza Mayor.
- Paseé en un atardecer por los jardines del Palacio de Oriente, vislumbrando la mágica silueta de La Almudena.
- Me perdí por el Rastro para acabar de cañas en La Latina.
- Repartí una tarde de enero bocadillos y café entre indigentes.
- Sudé lo mío buscando un buen libro, por el calor de un Retiro ardiente a finales de mayo.
- Me quedé pasmada, concentrada y boquiabierta, todos los domingos por la mañana que me puse frente al Guernica de Picasso.
- Caminé por el asfalto caliente y solitario de la Castellana en agosto.
- Fui a trabajar después de haber dormido media hora.
- Celebré en Colón un Mundial y una Eurocopa.
- Me negaron el paso en vaqueros a una discoteca.
- Aplaudí con tesón a Enrique San Francisco y Antonia San Juan en el teatro.
- Disfruté enormemente de sus cortas noches de verano y me abracé con nostalgia a sus largas y frías tardes de invierno.
- Caminé entre las hojas que hacían marrón el suelo de mi calle y respiré con emoción ante la llegada de las flores, a los viejos balcones de Pintor Rosales.
- Viví en Goya, en Pacífico, en Princesa y en Embajadores.
- Hice un gueto de asturianos para quedar los jueves a tomar botellas de sidra.
- Charlé animadámente con un montón de taxistas, esos que te preguntaban con chulería por donde ir, pero después, esperaban de noche que entraras en el portal y cerraras la puerta.
- Salté con mis amigos en el Bernabéu ante los seis goles que el Madrid le metió al Sporting.
- Recorrí sin descanso las estaciones de Nuevos Ministerios, Barajas o Atocha, muchas veces llevé de fondo el sonido hermoso de una triste guitarra solitaria, entremezclado con el ruido seco de las ruedas de una pequeña maleta.
- Lloré ante la soledad de grandes decepciones, inesperadas.
- Me agobié en días en que el trabajo nunca se acababa.
- Amanecí en algún lugar, sin tener muy claro donde estaba.
- Compré pan a las once de la noche y alcohol a escondidas en el chino de la esquina.
- Crecí en el manejar de todas esas cosas.
- Maduré, sin querer madurar, en sus tardes vacías y sus noches en blanco.
Los viernes salía corriendo del trabajo, camino a la Estación de Méndez Álvaro. Cogía el Alsa de exiliados, a partir de las cinco la tarde. Muchas caras se hicieron conocidas, muchos conductores entrañables y muchas, demasiadas ocasiones, el viaje te transcurría llorando.
A veces, te sorprendía con ganas a la ida, otras, rodaba un mar de lágrimas sin vuelta.
Pero siempre, siempre, siempre, me recibió una ciudad armónica y acogedora, que me envolvió en su abrazo y me quitó la pena.
Madrid es grande en el frío y en el calor, en el amor y en el odio que genera, en los atascos; en la esperanza de irse y a su vez, en la ilusión de quedarse.
Madrid es grande en sus gestos, en su vida, en su alegría y en ese inmenso corazón, tan fuerte, tan tosco y que tan bien palpita.
REMATANDO “EL GEN VIAJERO…”